Paseo XV: Promesas en la maleta de la memoria

Paseo XV: Promesas en la maleta de la memoria

«El Señor dijo a Abram: “Deja tu tierra, tus parientes y la casa de tu padre, y vete a la tierra que te mostraré.”» Génesis 12:1 NVI

 ¿Alguna vez has tenido que hacer una mudanza? Es un reto significativo tratar de meter en cajas todo lo que ocupa media vida. Algunos se resisten a que sus recuerdos acaben en una planta de reciclaje y almacenan pequeños tesoros, los que irremediablemente acaban medio borrosos por una capa de polvo y tiempo que los cubre. A otros, sin embargo, les resulta menos trágico desligarse de las cosas materiales o perecederas y atesoran sus recuerdos sobretodo en el lugar mejor diseñado para ese fin: la memoria.

Los 100.000 millones de neuronas (que se dice pronto) de nuestro sistema nervioso, con su infinidad de conexiones sinápticas, son capaces de almacenar lo que ningún trastero gigantesco o súper computadora ha conseguido aún: datos, imágenes, sonidos, olores, sensaciones, movimientos… y el largo etcétera que forma la historia de una vida.

En los primeros años de nuestra existencia, tiene una destacada relevancia la memoria auditiva, aquella que permite reconocer voces, sonidos, melodías, memorizar canciones y reconocer personas a través de sus ruidos o incluso de la cadencia de sus pasos. Esta memoria auditiva, que reside fundamentalmente en los lóbulos temporales del cerebro, permite al niño algo tan extraordinario como el desarrollo del lenguaje. Aunque alrededor de los 3 meses un bebé con un desarrollo psicomotor normal, sea capaz de balbucear sus primeros “aguu-aguu”, o hacia los 7-8 meses deleite a sus padres con las festejadas pero aún inconscientes sílabas “pa-pa” o “ma-ma”, no será hasta alrededor de un año cuando ese lóbulo temporal, en coordinación con las áreas de memoria auditiva y motoras del lenguaje, haya llegado a la suficiente madurez para emitir y comunicar las primeras palabras con sentido y significado: ¡todo un logro!

Quizá sin habla se debió quedar el patriarca Abram, cuando desde su hogar en Ur de los Caldeos, en Mesopotamia, Dios le dijo que se marchara, que dejara su bonita casa con vistas al río Éufrates, se despidiera de su parentela, que abandonara esa vida estable que había mantenido durante 75 cómodos años, y que emigrara hacia una región desconocida para él, con la promesa de que aquella tierra sería su heredad.

¿Os imagináis la situación? Abram y Sarai, su esposa, después de toda una vida acomodada, ahora se veían empaquetando ropas, libros, la vajilla, esa foto de familia en el día de la boda, el jarrón de la abuela… Seguro que multitud de recuerdos nostálgicos asaltarían su mente mientras recogían los enseres familiares. Pero algo, esa frase, ese mensaje oído de parte de Dios mismo, había calado tan hondo, hasta la última de sus neuronas auditivas, que en su mente el objetivo estaba claro: cerrar la puerta, emprender viaje y dirigir su nueva vida hacia donde Dios había dicho.

¿Cuántas veces durante los largos kilómetros quizá a lomos de camello, resonaron en su memoria esas palabras divinas? “…vete a la tierra que te mostraré… y haré de ti una nación grande… y serán benditas en ti todas las familias de la tierra…” (Génesis 12:1-3) Con seguridad habrían causado tal impacto en la memoria auditiva de Abram que las evocaría noche tras noche preguntándose si habría tomado la decisión correcta. Para colmo no acababa de comprenderlas del todo. ¿Estaría recordando bien todo lo que Dios le había dicho? ¿Qué era aquello de una nación grande…? ¿Las familias de la tierra benditas a través suyo…? ¡Pero si ellos ni siquiera tenían hijos! Su propio nombre era todo un desafío a contener la burla para aquél que lo oyera “Abram: padre excelso” (ab: padre y ram: excelso) ¿Un padre excelso sin hijos? Imaginaros el impacto entre las gentes de Canaán al oír que un extranjero nómada que venía de oriente, obsesionado por la memoria de una promesa divina, pretendía además vivir entre ellos con todas sus posesiones pero sin ningún hijo heredero… Como mínimo desataría cierta curiosidad. Y si, para más mofa, habían descubierto alguno de los altares que ese peculiar viajero iba construyendo por donde pasaba en honor a un Dios único, descaradamente los cananeos debieron pensar que el tal ‘padre excelso’ estaba poco cuerdo.

Una vida nada fácil la de Abram…

Pero Dios nos ama tanto que cuando los ánimos decaen, Él nos sostiene con su fortaleza, cuando nuestra vida se tambalea, Él asienta nuevas raíces, si nuestra memoria nos falla, Él restaura nuevas conexiones…

Tras el extenuante viaje, por fin llegaron a la tierra de Canaán. Su primera parada fue junto a Siquem, en las encinas de More. El nombre de aquél lugar, en la lengua local tenía relación con enseñar, dirigir, dar respuestas, instruir, algo así como ‘la colina del maestro’. Y es interesante que allí mismo, desde donde Abram podía contemplar todo el valle prometido pero a la vez ocupado por otros habitantes, la tierra donde, según resonaba en sus oídos, debía llegar, Dios no sólo volvió a hablarle, sino que esta vez se apareció al patriarca, Dios estuvo con Abram mostrándole, enseñándole y contemplando juntos la tierra de la promesa. Y allí Jehová le aseguró: “A tu descendencia daré esta tierra” (Génesis 12:7). Una vez más el refuerzo de esa imagen, valió tanto como mil palabras, y para Abram sirvió como garantía de que fuera como fuera, Dios cumpliría su palabra. Así pues, allí mismo, en el mirador donde junto a Dios había estado divisando el paisaje, edificó un altar al Dios único, de modo que cada vez que volviera a verlo, pudiera recordar lo que el Señor le había dicho y mostrado.

Aunque con su memoria auditiva y visual funcionando a la par, para el ‘padre excelso’ todavía faltaba un pequeño detalle: ni era padre, ni ya podía serlo.

Pasaron los años, unas mudanzas sucedieron a otras y la Biblia registra que en dos ocasiones más Dios volvió a refrescar la memoria de Abram con la promesa de un hijo y una descendencia que heredara la tierra. No fue hasta casi un cuarto de siglo más tarde, cuando de nuevo Dios fue al encuentro personal con Abram para proponerle un nuevo cambio radical en su vida: esta vez no de vivienda, sino un cambio de identidad. Su nombre dejaría de ser Abram, ‘padre excelso’, un nombre quizá pretencioso de lo que querría haber sido, con la frustración de nunca lograr conseguirlo, y en lugar de eso ahora sería conocido como Abraham ‘padre de multitudes’. Nuevamente Dios reforzaba la memoria auditiva del viejo patriarca casi centenario para que allá donde alguien pronunciara su nuevo nombre, el recuerdo de la promesa divina volviera a evocarse en su mente inspirando confianza renovada.

Poco más tarde el nuevo Abraham y el mismo Dios se encontraron cara a cara: verse mejor que oírse. Ocurrió por segunda vez en un bosque de encinas donde su tribu acampaba tras el último traslado: el encinar de Mamre. (Génesis 18). Delante de su tienda el Señor en persona llegó con dos acompañantes celestiales y como un viajero más fue recibido y agasajado como merece cualquier huésped entre los nómadas. Entonces sí el Señor puso fecha al cumplimiento de la promesa de descendencia, incluyendo un cambio de nombre también para la nueva Sara, que nueve meses más tarde daría a luz al hijo esperado: Isaac. Por fin podría comenzar a comprender lo que permanecía imborrable en su memoria, que Dios le había dicho al comienzo de su gran mudanza y que ahora cobraba pleno significado al convertirse en el padre que siempre había deseado ser… Porque aprendió que las promesas del Señor son fieles y verdaderas, no porque las recordemos nosotros en nuestra mente finita, sino porque en su infinita sabiduría siempre las recuerda Él.

Ojalá disfrutéis de una semana inolvidable al lado de nuestro Padre celestial, invitándoos a recordar la apasionante historia de Abraham y la promesa, en el próximo viaje familiar o paseo de una tarde de sábado.


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«Instruye al niñ@ en su camino y ni aún de viejo se apartará de él Prov. 22:6