Paseo XI: Olor a casas y lluvia

Paseo XI: Olor a casas y lluvia

"Y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y combatieron aquella casa; y no cayó: porque estaba fundada sobre la peña." Mateo 7:25

¿Alguna vez os ha ocurrido que al evocar un recuerdo a la memoria habéis podido sentir también un aroma asociado a ese recuerdo? ¿O viceversa: percibir un olor y al instante transportaros en el tiempo a la época pasada en que lo olisteis con tal intensidad que ha dejado esa impronta imborrable en vuestra mente?

Hay dos olores especiales para mí, no precisamente por ser de Channel, con los que me basta sólo medio segundo de olfatearlos para trasladarme a muchos años atrás. El primero lo huelo cada vez que paso delante de un edificio en construcción. Si no hay nadie al acecho, me detengo, cierro los ojos e inspiro profundamente… ssssnif… aaahhhh…! No, nunca he sido arquitecto, ni albañil, ni peón, pero mi abuelo materno sí: era albañil. Muchísimos de los recuerdos que tengo de él son asociados a una pala, una gorra de trabajo, y una gaveta de cemento. ¡Ni os imagináis lo bien que me huele el cemento fresco! ¡Mmm huele al Iaio! Bueno, más bien a su trabajo, el noble oficio de constructor, cuyos resultados todavía hoy seguimos disfrutando en familia en forma de bonitas casas hechas a mano, con sus manos y esfuerzo; pues como citaron el día de su funeral: “sus obras con ellos siguen” (Apocalipsis 14:13). Cuando era pequeña siempre quería ayudar y él me indicaba dónde colocar las piedrecitas de relleno en el hueco de la nueva pared en crecimiento. En el antiguo almacén donde guardaba sus herramientas y materiales había un tesoro prohibido que me encantaba destapar a escondidas: ¡los bidones de yeso y de cemento! El yeso en polvo era espectacularmente blanco, pero el de cemento… era irresistible ¡olía tan bien para mí! No me considero una cría traviesa, al contrario, pero por esos descubrimientos furtivos me había ganado alguna ligera regañina: “¡No puedes tocar eso! Se te estropearán las manos y te quedarán feas como al Iaio.” Pero… ¡si me gustaban mucho sus manos! Eran grandotas, fuertes y construían casas chulísimas!

Otras manos que me encantan son las del yerno de mi abuelo: mi padre. Él también admiraba la forma de trabajar de su suegro, al que llamaba ‘Pare'.  Tanto es así que juntos construyeron la casa en la montaña donde mi hermana aprendió a caminar y también la casa del pueblo donde hemos pasado unos días lluviosos en familia las pasadas vacaciones de Semana Santa. De mi padre he heredado la pasión por la montaña, aunque él me supera en afición y constancia. Uno de mis más antiguos recuerdos de infancia es ir en la mochilita a hombros de mi padre subiendo alguna ladera de algún bosque de algún monte. En la montaña he vivido algunas de las experiencias más definitivas y trascendentes de mi vida. Quien conoce la montaña sabe que es casi inevitable encontrarse con algún cambio de tiempo que acabe con la excursión bien pasada por agua, pero casi de forma directamente proporcional le otorga a la experiencia una dimensión épica, que es más agradable de contar una vez pasada la tormenta que durante el chaparrón. Os aseguro que esas aventuras empapan el recuerdo de forma imborrable. Por eso el otro olor que sencillamente me fascina, es ese aroma a tierra mojada, a la humedad del aire que queda en suspensión desde las primeras gotas inocentes y persiste hasta que el aguacero deja paso a algún tímido rayo de sol. He pasado noches memorables bajo la lluvia: me acuerdo de todas con tremenda alegría de haberlas superado con éxito a pesar de todo: noches lloviendo en un refugio en ruinas, noches lloviendo en una interminable travesía a pie, noches lloviendo durmiendo al raso, noches lloviendo en tienda de campaña… ¡Y siempre huele igual de bien!

Había una canción que mi padre nos invitaba a cantar a los niñ@s del colegio para ilustrar uno de sus sermones sobre la parábola de Mateo 7:24-27. Todavía recuerdo sus estrofas:

“Sobre la roca el sabio edificó (bis)

y la lluvia descendió.

La lluvia cae, se agita el mar (bis)

y la casa del sabio firme está.

Sobre la arena el necio edificó (bis)

y la lluvia descendió.

La lluvia cae, se agita el mar (bis)

y la casa del necio derrumbó.”

A mi hijo le canto infinidad de canciones que sorprendentemente aún recuerdo de la infancia. Estoy descubriendo que la memoria sonora es tan fuerte como la olfativa… algún día hablaremos de eso ;)

Sé que esta canción le va a gustar. Haremos gestitos y unas cuantas cosquillitas para que se sonría mientras va aprendiendo a imitar poquito a poco. Y además, si mi hijo guarda algún recuerdo olfativo de su primerísima infancia, me gustaría que recuerde también algo relacionado con casas en construcción y lluvia torrencial. Nosotros nunca hemos construido una casa, ni siquiera tenemos ninguna en propiedad, pero sí tenemos una magnífica tienda de campaña con la que hemos pasado buenas y arriesgadas aventuras. Es nuestra "casita portátil". La más reciente ha sido esta Semana Santa. Fue la primera noche que el pequeño durmió con nosotros en esa tienda y llovió como hacía tiempo que no llovía: tanto que los torrentes se desbordaban, el terreno se inundaba, todo estaba encharcado… pero nuestra tienda no se mojó, no caló ni por arriba ni por abajo: estaba bien montada, sobre superficie segura y hecha con buen material. Otras también tuvieron esa suerte, pero sé que en otros casos no fue igual y entiendo que cuando evoquen el recuerdo de la lluvia no les traerá pensamientos tan positivos. Pero sin duda mi hijo podrá decir que su primera experiencia en una “casita” de campaña durante una noche lluviosa, huele bien, huele a papá y a mamá, huele calentito y huele a que Dios cuida de Él como una roca firme sobre la que podrá ir construyendo su vida.

Por cierto: el mejor aroma del mundo mundial… es el olor de mi bebé. ¡Disfrutad del aroma de un FELIZ SÁBADO cuando salgáis a pasear en familia!


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«Para educar a un niñ@ hace falta la tribu entera Proverbio africano

«Instruye al niñ@ en su camino y ni aún de viejo se apartará de él Prov. 22:6